El sol de la tarde en la llanura pampeana tiene una cualidad mágica. No es el sol apurado y fragmentado que se filtra entre los edificios de la ciudad, sino un sol amplio, generoso, que se derrama sobre el campo y lo baña todo con una luz dorada y mansa. Aquí en J. J. Almeyra, hemos aprendido a apreciar estos momentos, a hacerles un lugar en nuestra rutina, porque en ellos reside la esencia misma de por qué elegimos este lugar para echar nuevas raíces. Hoy queremos compartir con ustedes una de esas tardes, una postal sencilla de nuestra vida que, para nosotros, lo significa todo.
El camino a «Sauce y Flor» no está señalizado en ningún mapa turístico. Es uno de esos secretos a voces del campo, un sendero de tierra que costea la vía del tren (que ya no existe) y se abre paso hacia un rincón de paz. Salimos sin apuro, a caminar o a veces en bicicleta (si… a Laura le encanta la bici a mi no mucho), simplemente para pasear. El polvo del camino, levantado suavemente por nuestros pasos, huele a tierra seca, a pasto, a la promesa de la lluvia que todos aquí esperan con paciencia.

A cada lado, el paisaje es un mar de quietud. La llanura pampeana se extiende hasta donde se pierde la vista, un horizonte infinito que antes, en Merlo, nos estaba vedado por el cemento. Acá, el cielo es el verdadero protagonista. Un lienzo celeste y profundo, salpicado de nubes blancas que se mueven con una lentitud hipnótica. Es un paisaje que respira, que te obliga a bajar las revoluciones y acompasar tu pulso con el suyo.
Pronto, el concierto de la tarde comienza a sonar. Los pájaros de la zona, nuestros vecinos más fieles y madrugadores, nos regalan su música. Hemos aprendido a distinguir sus cantos, un lenguaje que antes nos era completamente ajeno. El chiflido agudo del benteveo, posado con su pecho amarillo en un poste de alambrado, parece saludarnos al pasar. A lo lejos, el grito melancólico del tero nos avisa de su presencia, siempre alerta, cuidando su nido en algún lugar del pastizal. Vemos calandrias, con su canto variado y complejo, y pequeñas cotorras que cruzan el cielo en bandadas verdes y ruidosas, la única nota de caos en esta sinfonía de calma. Verlos volar libres, dueños de ese cielo inmenso, es un recordatorio constante de la libertad que vinimos a buscar.
El aire es increíblemente puro. Se siente en los pulmones, una mezcla de fragancias silvestres, el aroma dulzón del trébol y la humedad que emana de alguna zanja cercana. Es el perfume de la vida en su estado más natural, sin la interferencia del smog ni el apuro de la ciudad. Cada bocanada se siente como un regalo, una limpieza para el cuerpo y para el alma.
Pasamos el tambo de Los Flores con sus añosos eucaliptos, hay uno majestuoso, inclina sus ramas hasta casi besar el suelo, creando un refugio natural. Llegar a donde se unen los caminos es la mitad del viaje. Todavía queda bastante. Nos paramos a observar el maravilloso paisaje cotidiano de la llanura. Decía Yupanqui « para el que mira sin ver la tierra es tierra nomás nada le dice el arroyo ni la pampa ni el sauzal». Es en estos momentos cuando la gratitud nos inunda por completo. Miramos a nuestro alrededor y nos sentimos las personas más afortunadas del mundo. El recuerdo de nuestra vida anterior, con sus corridas, el estrés y el ruido constante, parece una película lejana.

Parados ahí, en medio de la paz del campo, entendemos que la verdadera riqueza no se mide en posesiones ni en la velocidad con la que vivimos, sino en la calidad de los momentos que atesoramos. La riqueza es tener tiempo. Tiempo para caminar sin rumbo, tiempo para escuchar a los pájaros, tiempo para ver a nuestros hijos jugar con la tierra, tiempo para simplemente estar.
Si ya sé!! es una idealización… palabras románticas…. Si ya sé!!! también hay mosquitos…y muchos… Pero de verdad la vida es un suceso que pasa justo ahora y a veces tardamos mucho en entenderlo.
Si estás leyendo esto desde tu departamento en la ciudad, quizás con el sonido del tráfico de fondo, y sentís una punzada de anhelo, un deseo de algo más, queremos decirte que no lo ignores. Ese sueño de una vida más sencilla y conectada con la naturaleza no es una fantasía inalcanzable. Requiere coraje, por supuesto. Requiere planificación y un salto de fe. Pero la recompensa es inconmensurable.
No se trata de huir de la ciudad, sino de correr hacia un estilo de vida que te llene el alma. Se trata de cambiar el ruido por la melodía, el apuro por la calma, el horizonte de cemento por un cielo infinito. Almeyra nos ha enseñado que la felicidad reside en lo simple, en una tarde de sol, en el canto de un pájaro, en el sabor de un mate compartido en silencio. Y esa felicidad, esa paz, te está esperando. El campo no es solo un lugar, es un estado del alma. Y te aseguramos, desde nuestra pequeña porción de paraíso, que vale la pena cada paso del camino para encontrarlo.
No significa dejar toda tu vida y tus afectos para venir a disfrutar todo esto, es tal vez tomarte algún finde… Venir un dia entre semana a ver la rutina del pueblo. Y para los más osados si, tal vez tomar impulso para decidirse dejar todo y lanzarse a vivir un sueño, nosotros lo hicimos hace 9 años y fue la mejor desición de nuestras vidas… la tarde en Almeyra es testigo de eso.